Desde la esquina de la barra del bar, nuestro protagonista observaba de refilón las sombras inertes que seguían sin bailar los desafinados acordes de la banda de turno del miércoles, en el bar Nancy en el distrito sur de Sanoma. Poco se dormía en Sanoma.
La víctima era, esta vez, el Psycho Killer de Talking Heads. Nada que ver con el original y sin embargo y sin querer, hacía compañía.
Ese era otro miércoles descansado y tranquilo y se acompañaban las mismas sombras de casi siempre en los mismos espacios asignados del bar Nancy. Esas sombras se dejaban mimar por Brian, el barman de ochenta y muchos años que cumplía a rajatabla, las órdenes de nunca dejar la copa vacía, hasta que Nancy cerrase. No había horas ni para abrir, ni horas para cerrar.
Ya se había bebido mucha aquella noche y sin previo aviso, se escuchó el chirrido de la puerta.
La verdad es que pocas veces, Lamar Finks se fijaba en quién entraba o en quién se iba, pero esta vez, no sabía por qué extraña razón, lo hizo y detuvo el sorbo en su copa.
Era el perfecto amasijo de curvas talladas que jamás había visto. Su risa despertó a las sombras que siguieron en su propio mundo y decidió sin mucho esfuerzo, adentrarse en la pista de baile sugiriendo curvas y blandiendo su melena negra. Las luces la buscaban y la encontraban.
Lamar, recostado en el último asiento de la barra observó como el Buho también se había percatado de la diosa que había entrado y no le gustó nada. “Ese cerdo del Buho, no puedo permitir que la conquiste. Mi Diosa, tanto tiempo te he estado esperando y por fin aterrizas”, susurró para sí mismo Lamar mientras se alzaba con dificultades por la edad y el whisky.
Sin embargo, al Buho le daba igual lo que pudiera pensar Lamar Finks. Se la quedó mirando detrás de sus gafas de sol, ardiendo en deseo y conquista, cual perro de caza babeando la lengua, inmóvil y levantando la pata mientras señala dónde está el zorro escondido. En este caso para él, la zorra escondida. Se apartó de la barra opuesta a la que estaba Lamar y comenzó a recorrer sus metros dorados hacia una caza segura.
“Quédate en tu sitio Buho” le gritó, pero no le hizo caso. “No creo que me haya escuchado tampoco. Maldito seas Buho, va a alcanzarla antes que yo”, se relamió Lamar, pero a los fantasmas, nadie les hace caso a esas horas de la noche.
En medio de esa carrera con desventaja y a cámara lenta en la que el Buho ganaba a Lamar Finks, la banda asesina de himnos de los ochenta, volvió a aporrear las guitarras de nuevo y se creó el cráter de la nada.
La Diosa contorneó todo su cuerpo. Desde sus botas largas hasta el último rizo, pasando por la sonrisa del bien. Un tornado inmaculado. Un movimiento de cinco segundos que para muchos fueron años luz de libertad.
El mejor giro de curvas desatado que Sanoma recordaba. Un movimiento perfecto y desenfadado. Una ola loca que despertó incluso a las sombras más dormidas.
La Diosa se convirtió en meteorito y volcán mientras, en su mundo, seguía disfrutando de los acordes violados. Parecía que no necesitaba a nadie. Se tenía a ella.
Lamar luchaba apartando sombras sudorosas y charlas sin sentido. Necesitaba llegar a su amada. No podía dejar que el Buho se le adelantara. Ya lo había hecho hacía muchos años.
Una vez franqueados todos los cuerpos que la rodeaban y sin saber dónde había ido a parar el miserable Buho, Lamar Finks llegó a su lado, la sujeto con su mano en su cintura y la inspiró.
Era un olor no catalogado. Una mezcla de azufre y barrica. Acercó su boca a su oreja y le susurró algo que ella no pudo descifrar, pero aún así, le regaló un par de sonrisas de condescendencia enlatada y Brian le despertó.
“¿En serio quieres otra copa?”, le gritó el barman haciéndole volver a su mundo real.
“Claro”, sonrió, mientras seguía agarrando de la cintura a su única compañera de la noche, la copa de whisky.
“Menudo cañón de mujer, creo que el Buho se la va a camelar. Mira mira, Qué cabrón. No perdona ni una. Ahí va”. Brian le narraba la acción mientras apuntaba con el dedo, el acecho del Buho a la mujer deseada por Lamar.
Petrificado y mirando la copa marrón, prefirió no alzar los ojos. No podría soportar otra derrota. No quería entender ni aceptar que su Diosa no le desease.
Hacía un momento, Lamar creía estar con ella, pero solo fue otras de sus fantasías de viejo alcohólico. Se regaló una más que forzada sonrisa recordando otra de sus ilusiones inventadas.
“Brian, necesito comprobarlo por segunda vez Brian, tú y yo, acabamos de hablar de la mujer que acaba de entrar? Confírmamelo, temo a mis recuerdos.”
“Pues claro hombre que hemos hablado de ella, pero recuerda las reglas Lamar, recuerda las reglas.”
“Qué fácil lo ves querido Brian. Como tú eres guapo y joven. A mí me cuesta recordar mis cumpleaños y ella podría ser mi hija o incluso ¿mi nieta?.
La verdad es que ahora que la veo bien, tampoco no es para tanto y el Buho está muy cerca ya. Es su presa. Está sentenciada. No hay nada que se pueda hacer y no voy a ser yo quién me interponga en su camino…aunque, descifro que por el punto de luz que la alumbra, juraría que me está mirando y sonriendo. No puede ser. ¿sigo soñando?.”
Lamar levantó la copa: “Brian me tienes seco, os vais a enterar de quien es Lamar Finks.”
Confirmado que la Diosa le estaba sonriendo y además que se acercaba impetuosamente. El presumido Lamar ladeó su cuerpo, miraba sin mirar, se hacía el sorprendido y se levantó de la silla alta para esperar el choque con su Diosa.
Modo coqueto. Modo eterno. Lamar se lamentó porque si hubiera sabido que aquella noche iba a triunfar, se hubiera planchado la camisa. En Sanoma no se plancha mucho.
“Selena Sants y ¿usted es?” y cuando Lamar fue a responder y rozar su mano, las sombras la secuestraron al centro de la pista entre aquella malditas luces torpes del bar Nancy.
“¿Dónde la lleváis?” le gritó Brian.
“Tengo que a salvar a Selena. Quiero verla bailar conmigo. Quiero liberarla. No quiero que caiga en manos desgraciadas. Odio al Buho, el whisky me ayuda poco y aunque creo que camino muy rápido, veo como las sombras me siguen a cámara lenta, me hacen muecas de payasos de circo abandonado, pero yo me dirijo hacia la luz donde está mi Diosa.
Ya llego Selena. Ya llego vida.
La distancia no parece acortarse por mucho que me empecino en caminar. Creo que me muevo con dulzura, aunque por las caras que quieren distraerme, diría que es justo todo lo contrario. Siento que se aleja, siento que te alejas en vez de acercarte. Ven hacia mí. No mires al otro. Las piernas me pesan. El ruido de la música empieza a desgarrar el fondo de mi alma abandonada. Alargo la mano entre las sombras que me ahogan. Entre los recuerdos que me aprisionan. Gritos de niños. Lloran, no gritan, lloran. La boca se seca. Tengo miedo. Me caigo, pero ¿dónde estás mi amor? ¿dónde estás Selena?
Emerge la sombra más alta de todas y me atrapa, me retuerce el cuello y me encuentro a un palmo del suelo notando el aire debajo de mis pies y siento como mi poco oxígeno se me escapa. Es el Carcelero Lievowitz quien me grita con su voz de oso ermitaño.
“No puede entrar a la zona de baile, lo sabe de sobra viejo asqueroso. No puede molestar a los condenados con luz que acaban de llegar. Deje que sigan creyendo que la noche es suya, que el tiempo les pertenece. Ya despertarán y usted, por su parte, recuerde que no puede volver, así que regrese a su silla alta de la esquina que todavía no vamos a cerrar. Siga bebiendo señor Finks para no recordar, que todavía falta mucho para que se acabe la eternidad. Si vuelve a contradecirme le quitaré la bebida y sin bebida hay recuerdos. De verdad quiere recordar lo que hizo Señor Finks. Quiere volver a ver los trozos de aquellos niños”.
Sin casi aliento, confirmo que no tendría que haber abandonado la silla alta. No sé de qué me habla el carcelero, pero si lo dice él, será verdad. No lo sé.
No hay rastro del Buho. No sé si es mi imaginación marchita. No sé si es porque echo de menos tener enemigos, pero parece que todo vuelve a la normalidad.
¿Y la señora Sants?… la señora Sants ya empieza a languidecer. Su sombra se alarga. Sus curvas se borran. Su imagen se resquebraja. Ya no la veo tan cráter, ni tan volcán. La veo triste mientras las sombras del bar Nancy la oscurecen bailando con ella, robándole su luz.
Me apetecía oler a una Diosa, aunque fuera por última vez, como dicen en las películas malas.
De espaldas, me retiro pisando tristemente por donde había llegado. Me siento más ligero. Las reprimendas me gustan. Me siento más loco controlado. Más yo. Mi tristeza es mi paz. Mi whisky, mi cueva. Mi repetición es mi cultura.
Parece que el bar Nancy vuelve a su estado natural y trepo a mi silla alta. La que lleva mi nombre.
A veces, me emociono por capítulos que creía olvidados. Cuando bajo la guardia, los monstruos entran y me agitan, pero para eso tenemos a Lievowitz, para que nos recuerde quienes somos y nuestra pena.
Algún día saldré a pasear. Volveré a casa, pero eso será otro día u otra noche. Cuando no me persigan los llantos.
“Hola”, escucho al lado de mi silla alta.
Huelo que es Selena. Sé que es Ella. Pero no quiero girarme. Mi mente me alerta de que hay alguien y de que no hay nadie. Puedo sentir como su pelo roza mi brazo. Puedo sentir como me abraza mi locura. La misma dulce sensación que cuando jugaba con aquellos niños.
“Brian” le grito. “Mi copa está vacía, bribón”.
Octubre 2019. Pedro Galván París.